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La santa

上传者:董玉萍
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上传时间:2015-04-29
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La santa

La Santa.

A ella decidieron quemarla en la plaza y a mí tirarme al fondo del pozo, y esto sí que está bien, porque al fondo de un pozo, que recuerde, nunca me habían tirado. Y por mí no lo siento, sino por ella que se queda entre tanta vieja que la odia, sin nadie que la defienda, pues no sé qué ayuda puedo yo ofrecerle desde acá abajo, sentado en una piedra y rodeado de sapos y culebras muertas; con las uñas desprendidas y los pies lastimados por tanto intento de subir, esperando que en cualquier momento se asome alguna vieja a la boca del pozo, a tirarme una piedra que desprende otras y caigan todas sobre mi cabeza. Entonces me incorporo, agarro los sapos muertos y los lanzo contra las paredes. Ellos gritan y me orinan los ojos, y la vieja que me tira piedras los escucha, se asoma con otra, y también la deja caer…

…Hoy anochecerá y no iremos a bañarnos al río, ni a ver salir el sol. Recuerdo que por las tardes, cuando anochecía, ella iba desnuda al camino y se sentaba en la hierba, de frente al este para ver cuando saliera, y luego se quedaba mirándolo. Amanecía con el pelo lleno de rocío y el cuerpo húmedo. Se incorporaba, corría, y se lanzaba gritando al río. Allí la descubría yo, oculto entre las cañas bravas, y le tiraba pomarrosas. Ella se reía, me llamaba y me invitaba a bañar. Jugábamos a cualquier cosa, pero si me entraban deseos de tocarla, se zambullía y estaba una hora debajo del agua. Después emergía con el limo sobre los hombros, riéndose, rodeada de pomarrosas que bailaban sobre el agua. Al mediodía salíamos del río porque ya el cuerpo lo teníamos violeta, buscaba flores grandes para ponérselas en la cabeza, y caminaba, desnuda y descalza, hacia el pueblo. Yo deseaba continuar en el agua, pero me ponía la camisa roja y le caía detrás. Llegábamos por el camino de la loma, a un costado de la iglesia, y subíamos al campanario a tocar las campanas. Al oírlas, las viejas del pueblo vestidas de violetas y negro, salían gritando para la calle, diciendo que se iban a ahorcar; recogían a las niñas y las encerraban en sus cuartos, se tragaban las llaves, y salían de nuevo para la calle, arrancándose los pelos. Llamaban a los varones y, entre todos, claveteaban las puertas por dentro y por fuera. Algunas se desmayaban, otras se ahorcaban o se tiraban al pozo. Cientos de viejas que destapaban los pozos y se tiraban de cabeza al fondo, o trepaban a las matas grandes y se ahorcaban. Otras, las más, cogían las escopetas y le entraban a tiros a la iglesia.

Si por mí era, amanecíamos prendidos de las campanas, viendo a las viejas corre y treparse en las matas; pero ella, siempre

a la misma hora, me mandaba a parar y bajaba a la plaza. Las viejas se le echaban encima para clavarle las uñas y arrancarle los cabellos, pero ella se defendía bien. Era muy ágil y se escapaba. Entonces las viejas gritaban más fuerte y volvían a salir corriendo para sus casas. Regresaban con las escobas, buscaban a las mulas y se iban a todo galope para las piñas frente al mar.

Ella bajaba al camino y se ocultaba entre las piñas y las higueretas. Recogía flores rojas y grandes, olía la tierra y se tejía los dedos. Al rato veía venir a los hombres del trabajo, tristes bajo el azadón, contando las huellas que dejaban sobre el camino pedregoso y polvoriento. Los veía cruzar por entre las piñas y acercarse al mar, al diente de perro. Y cuando ya se perdían de vista y aparecía a lo lejos la nube de polvo que levantaban las viejas sobre sus mulas, salía de su escondite y con flores rojas y grandes en el pelo y la boca, comenzaba a gritarles a los hombres que la esperaran.

Ellos la descubrían desnuda sobre el diente de perro. Dejaban los azadones y el sudor sobre el camino, corrían a la playa a traer arena y se la echaban en el cuerpo al tiempo que las viejas llegaban. Ella se abrazaba al primer hombre y lo desvestía. Rodaban ambos entre los pinos y las flores rojas y grandes que se les enredaban en el cuerpo, mordiéndose los labios mientras dejaban la sangre en las espinas, el diente de perro, las higueretas y las matas de flores descomunales. Las viejas sujetaban a los otros hombres y le dejaban al primero, pero ella terminaba con él cerca de la playa, lo traía hasta las piñas, lo acostaba sobre las espinas, y lo dejaba gruñendo, comiendo flores rojas; se acercaba corriendo hasta las viejas, se lanzaba al cuello de otro hombre, lo mordía, lo untaba de su sangre y los dos rodaban por el suelo a pesar de la fuerza de las viejas, y se perdían abrazados entre las hojas de las piñas y las higueretas. Las viejas, desesperadas, cogían las escobas y corrían sobre el diente de perro, buscándolos para descargarles su furia de escobazos, mientras lloraban. Los otros hombres, al verse libres, se desvestían y se tiraban sobre las piñas dando vueltas y vueltas hasta que ella, siempre cubierta de flores y llena de espinas, se anudaba con ellos bajo la lluvia escobazos y los gritos de las viejas alucinadas que golpeaban las piñas, las higueretas y las flores, de las que iban saliendo abejas, un enjambre de abejas que picaban a las mulas, a las viejas, a los hombres, a ella, a mí, y todos gritábamos y nos tirábamos contra las piedras. Ella iba pasando de hombre a hombre hasta que todos habían probado su cuerpo y quedaban llorando sobre el diente de perro, con las abejas sobre sus cuerpos y las flores grandes machucadas en las manos. Las

viejas comprendían que no habían podido evitar nada y se sentaban en las piedras a llorar primero, y luego a darse cabezazos contra la roca. Ella se alejaba con las manos llena de arena y la boca de flores, pelos, espinas, tierra, hojas; sujetándose la cintura con las manos, regándose los cabellos al viento, empinando los senos. Buscaba el río y se lanzaba a perseguir los peces sobre el limo, y nadaba mientras las abejas zumbaban sobre su cabeza y se hundían en el agua con ella, como enloquecidas detrás de las flores rojas y grandes y las pomarrosas.

Las viejas ayudaban a incorporarse a los hombres que lloraban como niños, los vestían y se los llevaban peleando para el pueblo, quitándoles las espinas y las hojas de higuereta. Yo iba al río a buscarla, con mi camisa roja planchada. Le tiraba pomarrosas desde la orilla, pero ella no me atendía y continuaba nadando y nadando, cubierta de limo verde y rodeada de sapos amarillos. Las abejas ya no nos picaban y se posaban sobre los sapos verdes y las pomarrosas. Esta vez salía del agua por la tarde y se iba desnuda al camino, a sentarse sobre la hierba y a oler la tierra, mirando al este para ver salir el sol. Y yo, oculto entre las cañas bravas, cuidándola, descubriendo que se reía sola y se acariciaba el cuerpo, contenta.

Su vida siempre fue así, hasta el día que el alcalde fue una noche a verla al camino. Ella no quiso y él la obligó amarrada al diente de perro. La liberaron los hombres al otro día. Salió corriendo y se lanzó al río. Allí permaneció comiendo pomarrosa hasta que vino una creciente grande y le lavó el cuerpo. Durante ese tiempo, los hombres se negaron a trabajar, y las viejas urdieron un plan. Cuando fue a esperar nuevamente a los hombres, ellas llevaron sábanas y la envolvieron cuando se revolcaba entre las piedras. A mi también me agarraron y me tiraron al pozo. A ella se la llevaron a la plaza para quemarla.

Pero cuando salí del pozo, me dijeron que los hombres se habían reunido frente a la iglesia y obligado al señor cura a ir hablar con Dios. Le habilitaron dos mulas, una para ir y otra para regresar, cubiertas de rosario, cruces y sábanas amarillas. El cura le contó a Dios lo que sucedía en el pueblo y regresó al cabo de un mes, con la noticia de que ella era santa. “¡Es una santa¡”, gritó el cura desde el campanario, y salió corriendo desnudo para la plaza, la sacó de la hoguera y se la llevó para un cuarto de la iglesia.

Las viejas habían escuchado y no podían creer. Todas se quedaron mudas y se arrodillaron a orar. Entonces yo aproveché y salí del pozo, miré al centro de la plaza y vi la hoguera, eucaliptos pintados de amarrillo y latas de gasolina, pero no la vi a ella ni a las

viejas, y me dirigí a la iglesia a pedir noticias. El cura me confirmó llorando que era una santa. Las viejas, vestidas de verde o de amarillo, como los sapos y las pomarrosas, y con rosarios en las manos, estaban de rodillas alrededor del campanario, rezando.

Los hombres habían encendido velas y cirios, y sobre la torre, junto a las campanas, pusieron su retrato con flores grandes en la cabeza. Me puse tan triste al verlo que comencé a llorar y quise perderme de allí para siempre. Me vi nuevamente en el pozo donde ya no había sapos ni culebras muertas. Pasó mucho tiempo, porque cuando asomé la cabeza, ya anochecía. Entonces descubrí la escalera que habían hecho los hombres al lado de la iglesia, tan fuerte y tan alta, que se perdía entre las nubes. “Por ahí se fue al cielo” me dijeron, y lo creí porque en cada travesaño había pétalos rojos de flores grandes. Las viejas me abrazaron llorando. Yo les pregunté por los hombres. “Están en las piñas, llorando, rompiéndose las cabezas contra las piedras”.

Me fui para el río y me oculté entre las cañas bravas. A cada rato salía de improviso, con las manos llenas de pomarrosas, y miraba al agua solitaria. Otras veces, escuchaba ruidos, me asomaba y veía el limo apartarse, pero no eran sino los sapos y los peces jugando con las hojas. Pensé que me moriría de tristeza y por eso me llegué al pueblo. Por eso hablé con todos los hombres y decidimos buscarla, y construimos un barco y nos echamos al mar, pensando que en un barco podríamos llegar al cielo. . .

…Ahora llueve, la lluvia corre por mi camisa roja mientras voy señalando el camino con la mano extendida entre la niebla. Yo pienso en ella y en el pueblo, y los hombres permanecen callados en el barco. Creo que si no la encuentro, todos nos iremos muriendo. A cada rato, ellos me miran como si comenzaran a perder la esperanza y yo no digo nada. Sólo miro el mar, buscando sus huellas, los pétalos rojos, y las pomarrosas que aparecen danzando ante mis ojos y me indican el camino. Porque sé que vamos a encontrarla y que ella nos espera

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