Las hermanas

Las Hermanas

En cuanto mamá se fue a trabajar para La Habana las hermanas se volvieron unas mujercitas. Cocinan, lavan, planchan, me regañan a mi y sacan a abuela, que está ciega, a coger fresco al patio. Son ellas las que piden prestado lo que no hay y quienes saben cuanto deben dar si son las vecinas las que no tienen cebolla o sal. Ahorran la luz eléctrica y nos sirven primer a abuelo y a mi. No pelean a la hora de fregar y ya no lloran por ponerse la mejor bata ni comerse las raspas del arroz; no se untan con las demás niñas a bailar suiza porque rompen los zapatos, no juegan con los varones. Se quedan sentadas en la puerta de la casa, mirando todo lo que pasa y diciéndoselo a abuela para que se entretenga. Ella a veces les cuenta alguna historia y les explica como se hace el sofrito y lo difícil que es que el aroza salga bien, ni duro, ni en pelotas. Se bañan y se peinan solas, son unas señoritas que todo el mundo admira y le dicen usted a las personas mayores. Van a la tienda como si no les diera pena lo mucho que se debe y le explican al bodeguero que mamá mandará el dinero la semana que viene. El lechero dice: “Que graciosas”, y que si, que va esperar otra vez el fin de mes. Al que cobra la luz si que no le importa el cuento de que mamá está en La Habana, pero las hermanas le guardan café fuerte y cuando él llega se ponen tan simpáticas y abuela está tan enferma y yo estoy tan enfermo que entre los dos nos hemos tomado diez pesos de medicinas. De todos modos, abuela tiembla cuando las oye sacando de su baúl los vasos floreados que le regalo el abuelo el día de la boda, los platos que le trajo en el primer aniversario, la máquina de moler carne que se la compró antes de casados, la fuente de loza. Pero deja que frieguen el bombillo del quinqué, más viejo que nosotros tres juntos y que ya no viene porque es de los de antes, y un domingo le regaló su sortija de soltera a una y sus dormilonas a la otra, con el encargo de que nunca en la vida las pierdan, pues esa sortijita fue de su abuela y las dormilonas ni se sabe de que vieja por ahí para atrás pertenecieron, y ambas cosas están nuevecitas. Las hermanas, cogidas de la mano, van algunas tardes a casa del tío Anastasio escriba las cartas para mamá, o nos lea las que ella nos manda. No importa que vengan al oscurecer, que paseen un ratico por la vidrieras, porque ya dejaron la comida hecha y mi ropa de por la tarde encima de la cama, parecen una pareja, y cuando llega del trabajo el hijo de Relamida a una le cae mucha risa y si pasa en bicicleta el muchacho de la carnicería se dan pellizcos por los rincones. Un día yo entré de repente y las sorprendí delante del espejo con los zapatos de tacones de mamá y los labios pintados: asustadas se echaron a reír y esa tarde aprendieron a hacer un plato nuevo: natilla de chocolate. Las hermanas me están mirando distinto, no quieren que nos bañemos los tres en la misma batea como siempre, y tengo que salir del cuarto cuando se van a vestir. Las hermanas ya no son las hermanas. Me voy atener que buscar otro par.